Algo de este mundo.

¿Literatura oracular? ¿Profecía autocumplida? Empecé a escribir este cuento en el 2011 y nunca lo publiqué. Esta es la primera parte y cualquier semejanza con la realidad... 

I.

            Llegaron ayer: tres barbijos celestes de una tela finísima, dos para nosotras y uno de repuesto. Por supuesto, mamá hizo un escándalo. Puso la caja arriba de la mesa y quitó los envoltorios hasta llegar a la bolsita metálica que los encerraba herméticamente. Parece el juego del paquete, dijo. Como siempre, no tengo idea de qué está hablando. Me levanté temprano y la vi mirarse al espejo con el barbijo y anteojos de sol: -¿Y? ¿Qué tal?-
Me río. Le digo ridícula, y que todo esto es una locura. Se ríe. Dice que no lo puede creer, que para ella también. En fin… En algo coincidimos.
            Me despido rápido: me voy a la entrevista con un tal Glatz o Glotz, ya estoy llegando tarde. Se llama Glantz, me corrige mamá:
            -Marcelo Glantz. Y ponete el barbijo antes de salir.

            Subo al colectivo, está lleno. Me había olvidado lo precario del transporte público en esta ciudad. Hay una mujer sentada adelante con un bebé colgando del brazo, le inserta la teta para que deje de llorar. Todos tienen la cara tapada por el barbijo celeste, hasta el bebé que se lo corre solo para comer. Llueve, los bichos se pegan al vidrio empañado dejando huellas de agua. Solo un hombre tiene la cara descubierta. Está tenso, se nota por el gesto rígido en sus comisuras. Lleva un estuche negro que aprieta sobre su pecho empapado. Usa boina, su barbijo le cuelga alrededor del cuello. Está parado y aunque se desocupa un lugar, sigue de pie. Yo también estoy de pie. Saco un libro, paso por las hojas con desgano, me resulta difícil concentrarme en las palabras. Mi mente se dispersa y se pierde en el camino, la lluvia, la plaga afuera. Me siento la única sobreviviente de un naufragio y alrededor, cadáveres: tiempos pasados, caras que recordaba de otra manera, el espacio en ruinas; todo igual pero más triste. Me detengo en una frase del libro: “Por eso, o se mantiene esa estructura o se acentúan algunos aspectos que la conforman...”, la subrayo con lápiz.

            La tormenta está en su punto máximo y ya me tengo que bajar. Todos los que estamos en la calle tememos implícitamente por el advenimiento de una catástrofe. Esto nos vuelve un poco cómplices, algunos cruzan miradas y hacen comentarios acordes al diluvio. Los paraguas no sirven para la plaga. Me acomodo el barbijo hasta taparme por completo la nariz y sigo caminando hasta el número 1052.
            Llego a un edificio con la fachada limpia, una niebla espesa oculta los pisos más altos y si no fuera por los ventanales que rodean toda la planta baja pensaría que se trata de una cárcel. Una multitud de insectos se agolpa contra el cordón de la vereda, otros revolotean alrededor y se mezclan con las gotas de lluvia. A los costados, los escombros contrastan de un modo grotesco con la construcción moderna. Con una mano espanto a los bichos; atinan a subirse al piloto y al paraguas. Algunos se posan en el vidrio y apenas apoyan las patitas caen muertos por una descarga eléctrica. Con cara de asco me acerco a los cadáveres sobre el cemento: son revulsivos. Tienen una cabecita diminuta de ojos grandes que parece estar separada del cuerpo.
            La voz de la entrada se presenta acompañada de un mensaje que corre de izquierda a derecha en la pantalla. "Soy Miriam, estoy para ayudarte, soy Miriam…” Repite, incesante y vacía. Entiendo que es su manera de pedir mi identificación. La cara de Miriam ocupa todo el espacio: sonríe cándida, me mira fijo con sus ojos azules, me pide que apoye el pulgar en el mostrador y que corrobore mis datos. Corroboro mis datos, que se suceden a la velocidad de la luz: Mercedes Prieto, 34 años, traductora, multi-especialización en telecomunicaciones, contextura mediana, cabello oscuro, última entrada al país: dos meses atrás, sin antecedentes penales, etc. Miriam sonríe y señala el ascensor. Que tenga muy buenos días, dice su voz metálica.
            Las puertas tardan en abrirse y ya estoy llegando tarde. El paraguas dejó un camino de agua desde Miriam hasta el ascensor, yo debo estar impresentable también, odio estos lugares, odio a la gente que trabaja en estos lugares, el olor a desinfectante que se desprende de cada baldosa, de cada rincón impoluto. Se abren las puertas, pido el piso segundo en voz alta y el envión me da una leve sensación de vértigo. Paso de costado por las dos hojas plateadas antes de que se abran del todo. Busco el departamento B y me recibe un hombre de contextura pequeña. Su traje es demasiado corto en las mangas y parece combinar con todas las cosas que lo rodean. En el cartel de la mesa de recepción vacía puede leerse: “Glantz y Hertz Asociados”. Me imagino detrás de ese escritorio y siento claustrofobia. Recorro el espacio con la mirada. Doy por sentado que el hombre de traje corto es Hertz y, a juzgar por el espacio, debe ser el único ‘asociado’.
            Glantz me conoce hace años, o eso dice mamá. Así lo llama: Glantz, o simplemente Marcelo, cuando habla por teléfono con él. Todo este circo fue idea suya. Según ella, hace mucho tiempo nos fuimos de vacaciones los tres a Mar de las Pampas. Por supuesto, no guardo recuerdos de esto. Tampoco de las últimas vacaciones con mi padre, dos años antes de aquéllas. 
            El hombre me pide disculpas por el piso lleno de cajas. Estamos refaccionando, se excusa. Efectivamente, el es Martín Hertz. Me tranquiliza diciendo que Glantz está por llegar. Suena el timbre del identificador y una secretaria que aparece de la nada aprieta un botón. En la pantalla lateral de la entrada aparece el mismo hombre tenso que vi en el colectivo. Martín Hertz se acerca a la puerta, abre y el hombre entra sin saludar a nadie. Tampoco lleva barbijo ahora, pero sigue aferrado a su estuche. Sin sacarse la boina baja la cabeza y se sienta a mi lado. Ocupamos un banco largo pero su brazo está casi apoyado en el mío. Me alejo un poco, incómoda. El hombre ni se inmuta, mira la pared con su boina empapada.
            Durante la espera el silencio se interrumpe por los constantes movimientos: la secretaria entra y sale, hay ruido a obra en construcción. Un bicho se cuela por debajo de la puerta hasta el zócalo; sube por el marco y cruza la frontera que lo separa de la pared, deambula perdido, encuentra un recorrido en línea recta hacia una lámina de Degas y se detiene antes de llegar. Me da un fastidio atroz. Ya me imagino a todo el despliegue militar entrando a la fuerza por el bichito inmundo y a Hertz cancelando la entrevista, arreglando para otro día, el viaje de vuelta entre la plaga y la tormenta, colectivo lleno, subte lleno, caminar las cinco cuadras que me separan de casa bajo la lluvia… La irritación sube. Pero Martín es astuto: en cuanto lo ve no llama a Seguridad, ni a Higiene, ni a Medio Ambiente ni al Ministerio de Cuidados, simplemente lo mata con una revista doblada y fin del asunto. De él sale un olor nauseabundo. Atino a ponerme el barbijo otra vez, pero con la revista todavía en la mano Martín se disculpa diciendo: -Ya se va. Es la primera vez que pasa desde que empezaron a volar estas inmundicias. Seguridad Ambiental tiene cosas más importantes que hacer, no vamos a importunarlos por este desperfecto-, agrega con una sonrisa, y vuelve a su oficina.
            Quiero preguntarle si el edificio cumple con las reglas del Decálogo Oficial de Higiene redactadas en el Código, pero creo que la respuesta es obvia: sólo se aplica a la planta baja. La plaga, si logra pasar esa barrera, puede entrar a cualquier oficina. Lógicamente, prefieren arriesgarse a pagar las  multas impuestas por el DOH antes que refaccionar completamente al sistema de seguridad. La plaga creció en un tiempo tan corto y repentino que no hubo manera de hacerla retroceder.
            Tal como predijo Hertz, el olor del insecto muerto se disuelve a los pocos minutos. El hombre a mi lado comienza a balancearse y por su expresión, parece que va a hablar. Pero no lo hace.
            -Andrés-, una voz nos sobresalta. De la cocina sale la secretaria, recién ahora noto que está vestida íntegramente de blanco. Escribe delicadamente en un sobre y lo deposita en la mano del hombre: -Andrés, tenés que llevar esto a certificar, ¿me oís? A certificar.-
            -A certificar- rumea Andrés con voz gutural: -A certificar-, repite cada vez más fuerte, como un mantra.
-Exacto,- responde la mujer: -antes de la una estás acá.-
            La mira con sus ojos transparentes abiertos y se levanta para abrir la puerta. Antes se detiene, vacila unos segundos, sale. Como si pudiera leer mi desconcierto, la secretaria me pide, con suavidad, que no me asuste. Me cuenta que Andrés es el hermano de Martín y lo dice en voz baja, como si compartiera conmigo un secreto, como si con él sellara el principio de nuestra relación laboral antes de saber si voy a formar parte o no de esa oficina de locos.
            Agrega, con su voz de seda, que Andrés está acá para hacer recados. Usó la palabra recados e inmediatamente me imaginé a una señora con la cabeza llena de ruleros y labios rojos mandándonos a todos a hacer los recados. Asiento con falso interés y le pregunto su nombre. Se llama Clara, me ofrece un café, le digo que sí, agradezco, y su trayecto a la cocina es el de una sirena en el breve espacio de un acuario.
            Una tarjeta magnética se desliza del otro lado de la puerta, se prende una luz verde y entra Glantz. Es alto, tiene el pelo muy blanco y va dejando un halo de perfume por todo el ambiente. Pide perdón por la demora, me invita a pasar a su oficina pero después de “desensillar”, dice. Clara trae mi café y se queda parada a mi lado, esperando que termine para llevarse la taza.
           
            Ayer mi madre concretó la entrevista, claro que sin consultarme. Insistió con el tema del trabajo desde el día que pisé su casa. Para ella el viaje siempre fue un despropósito, una elección desacertada. De nada sirvió intentar convencerla de que podría estudiar otra carrera más adelante y que allá, dentro de un tiempo, encontraría otra manera mejor de subsistir. Pienso en las librerías, el sabor amargo del chocolate, el karaoke y las charlas con amigos, las entradas a cines bizarros, los paseos, las plazas, las caminatas sin rumbo con guantes y narices frías, los malabaristas, los anteojos de Yamil empañados por el té ... Todo proyectado en una pantalla que se apaga lenta y fuera de foco.

            La oficina de Glantz es como una pequeña habitación dividida por un muro de metal. El trabajo es tiempo completo, de nueve a seis. Creo que percibe mi incomodidad en la ropa que tengo puesta: pantalón oscuro, camisa, piloto, plataformas... Me da la mano, está fría. Una vez en su escritorio, recibe mi –pobre – currículum.
            Mercedes Prieto, dice marcando cada sílaba de mi nombre completo: -¿Cómo está tu mamá?-
            Respondo que bien, que contenta porque vine acá. Pienso que no debería haber dicho eso; de todos modos sonríe y hace el típico chiste: Tradutore, tradittore. Lo repite y ríe desaforadamente. Me explica que el ambiente en la oficina es muy familiar, no será difícil que me adapte, todo parece indicar que ya no hay vuelta atrás e indefectiblemente, afirma que empezaré mañana. Luego hace preguntas vagas que respondo de igual manera, por el tono que va tomando la conversación, termino hablando de París y los nuevos aviones. El viaje otra vez, como un sueño que se olvida poco después de despertar.

            Andrés entra a la oficina cuando estoy saliendo. Me sonríe sólo con una parte del rostro, sus ojos de pez están vacíos. La secretaria es la que me guía y me muestra el resto del espacio ahora. Queda solo una puerta por abrir: un baño donde entran el inodoro y un espejo apoyado sobre las canillas del lavatorio. Una única ventana da a los edificios de Lavalle. La plaga no cesa, los insectos vuelan por el aire y forman nubes negras en el cielo como parte inalterable del paisaje.
-Acá es muy tranquilo... vas a ver-, explica Clara, plácida.  
Sin dudas, ya lo vería.

            Me despido y salgo con una bola anclada en el pecho que no me deja respirar, necesito tomar aire y el ascensor sigue lento… Cuando llego a la puerta principal, el monitor está apagado.  La tormenta ahora es una lluvia constante y molesta y la calle sigue llena de insectos, es inútil evadirlos, caminan por la ropa, los paraguas, algunos llegan al pelo; otros, los que fueron aplastados, despiden su olor putrefacto por un instante.
            Camino como si todavía estuviera de viaje, como si esto fuera un trasbordo, un pasaje previo antes del retorno a Ítaca. Una mujer con una bolsa de nylon en la cabeza sale de un local y apila cajas en la puerta siguiendo, con los pies, un ritmo inexistente. Es una marcha, pienso, una marcha que la lleva a otro lugar del mundo en donde no tenga que apilar cajas ni usar bolsas de nylon.
            Entro en un bar y la televisión encendida muestra un noticiero con imágenes de diferentes lugares. Miro por la ventana, por los barbijos la calle parece un desfile de enfermos terminales. Pienso en un café con leche, medialunas, jugo de naranja… En cambio pido una cerveza. Saco mi libro, quiero leer pero el ruido me molesta. Paso una y otra vez por la frase subrayada. La programación se corta y aparece, por cuarta o quinta vez en el día, el mapa de los lugares más afectados por la plaga. El aeropuerto internacional era uno de ellos, estará cerrado hasta nuevo aviso.

            Cuando salgo a la calle está oscuro y no llueve más. Decido tomar el subte. Al bajar por la estación, me doy cuenta de que ya no tengo el paraguas.